
Mi crónica del sismo CDMX 19 de septiembre 2017
A las doce y media de la tarde del diecinueve de septiembre de dos mil diecisiete yo salía del “Hotel W” ubicado frente al “Auditorio Nacional”. Había asistido junto con Tomy, creador del programa de radio “Navegando en Videojuegos”, a la conferencia de prensa del “Games Celebration”. El día anterior había recibido, por parte de “Amisit Level”, una invitación a dicho evento de videojuegos para conocer más detalles sobre éste, convivir con otros medios de comunicación y por qué no, disfrutar del vasto desayuno que ofrecieron en la conferencia.
Mientras caminábamos, se nos unieron dos chicos más, uno de ellos conocía a Tomy, el otro era amigo de éste y por alguna razón comenzaron a platicar sobre grupos coreanos y situaciones ridículas y extrañas que sólo encuentras en Japón. Entramos al metro “Auditorio Nacional” de la línea naranja y en el cruce de direcciones, el conocido de Tomy se separó de nosotros porque él tomaría el tren hacia “El Rosario”, nosotros tres iríamos hacia “Barranca del Muerto”.
Abordamos el tren y nos quedamos de pie porque no había asientos disponibles aunque el vagón no venía lleno, la hora ayudaba a que éste no estuviera a reventar. Tomy y el chico, del que nunca supe su nombre, platicaban sobre videojuegos mientras yo revisaba el celular. No me apetecía mucho entablar conversación con el desconocido, reflejando un poco de mi personalidad al no socializar de manera inmediata.
El tren comenzó a moverse para pasar por “Constituyentes” y llegar a “Tacubaya”. El tren se quedó estático un momento en la estación, cerró sus puertas y comenzó a moverse lentamente, suavemente, como si alguien meciera una cuna para dormir a un bebé. ¿Está temblando? Todos preguntaron desconcertados y cuando éste movimiento incrementó, la respuesta nos llegó inmediatamente.
Cuando la luz se fue en el vagón las personas comenzaron a gritar, especialmente mujeres de avanzada edad, mientras las personas a su alrededor les pedían calma. Las puertas se abrieron y nos pegamos a la pared, todos apretujados, para dejar que el sismo terminara. El movimiento era como circular, casi inexistente. Las lámparas se movían suavemente, al igual que los letreros de la estación. Todos estábamos en silencio, esperando a que terminara.
El temblor no duró mucho tiempo, un minuto como máximo, después regresamos al vagón con la certeza de que éste arrancaría nuevamente, pero los oficiales nos pidieron desalojar el tren y pegarnos a la pared. Los policías corrían de un lado a otro, revisando alguna falla técnica o algo que se hubiera descompuesto. Las personas comenzaron a desesperarse y a platicar entre ellos. Tomy y yo estábamos emocionados, jamás habíamos sentido un temblor debajo del metro aunque no se había sentido tan fuerte. Después de varios minutos, tras inspeccionar los vagones y preguntar si las personas a bordo nos sentíamos bien, regresamos al vagón, la luz regresó y las personas poco a poco se comenzaron a acomodar en los asientos o en los espacios que quedaban para estar de pie.
Como seguíamos con la adrenalina, empezamos a hablar sobre cómo sería salir del metro y encontrar toda la ciudad destruida. Recordé la precuela de “Maze Runner”, “Virus Letal”, libro que no me gustó, pero que relata una situación similar a la que estábamos platicando: un terremoto dentro del tren, el agua corriendo por los túneles con una fuerza devastadora y un mundo carbonizado debido a las llamaradas del sol. El otro chico nos platicaba sobre el título “Zombi – Guía de supervivencia”, historia que según él había leído cinco veces y que cada vez aprendía algo nuevo y diferente.
Los mensajes comenzaron a llegar por el “WhatsApp” para saber si me encontraba bien. Le mandé uno a mi mamá y hermana y contesté los que había recibido. Lo bueno era que tenía señal y datos de internet, lo que casi ya no tenía era batería.
El tren aún no avanzaba por lo que nuestra plática animada siguió su curso hacia “Silent Hill”, “Amnesia The Dark Descent” y hasta “P.T”. Cuando el tren se puso en movimiento nosotros ya habíamos cambiado de tema a Japón, a mi viaje y a mis experiencias, especialmente la que había vivido dentro del “Mandarake” y el piso equivocado lleno de Hentai.
Cuando llegamos a la estación “Mixcoac”, Tomy me invitó a “Orcs Stories”, tienda de juegos de mesa ubicada en “Miguel Ángel de Quevedo”, y como no tenía ganas de hacer nada, le dije que sí. El otro chico iría a trabajar a las oficinas ubicadas en la “Alberca Olímpica” por lo que los tres nos dirigiríamos a la estación “Zapata”.
Las personas a nuestro alrededor hablaban animadas, como si el temblor de hacía unos minutos no hubiese sucedido y cuando llegamos al transbordo de la línea dorada del metro, los policías comenzaron a anunciar que no había servicio en esa línea porque no había luz. Caminamos hacia la zona y efectivamente todo estaba a oscuras y sólo unas pocas personas caminaban por los pasillos.
El escenario era increíble y espeluznante. Las vías del tren sólo estaban alumbradas con una luz rojiza que le daba un aire místico y terrorífico. Los pasillos oscuros y vacíos despertaban tus cinco sentidos y el silencio del ambiente era perturbador. Comenzamos a bromear en que sacaríamos el soundtrack de “Silent Hill” para ponerle ambiente a nuestro alrededor, que ojalá pudiéramos sacar fotografías para retratar ese escenario bello e inquietante al mismo tiempo, pero ninguno de nosotros llevaba una cámara profesional a la mano, por lo que decidimos salir y tomar el Trolebús que nos llevaría a nuestros respectivos destinos.

Afuera el sol estaba mortal y el calor insoportable. Las calles estaban llenas de gente y el paradero del trolebús imposible. Como no había luz, este medio de transporte no funcionaba, por lo que los camiones estaban a reventar. Decidimos caminar por la calle de “Extremadura” hasta “Insurgentes Sur” para tomar el metrobús y mientras recorríamos a pie esa avenida fue que comenzamos a percatarnos un poco de la intensidad del sismo. Los videos comenzaron a circular, al igual que las fotografías donde edificios caídos, fuego y humo eran los participantes. Yo no lo podía creer, tal vez eran videos pasados, editados o incluso de algún otro país. Los mensajes de “WhatsApp” comenzaron a ser más insistentes, de personas que incluso no vivían en la Ciudad de México o hasta de aquel crush que nunca me enviaba nada y que ahora tenía un mensaje desesperado en la pantalla de mi celular: “Responde, Rosée, ¿te encuentras bien?”. Mi familia aún no me contestaba y se percibía un poco de miedo y desesperación en las calles. ¿Qué había sucedido?
Cuando llegamos a Insurgentes el Metrobús estaba imposible. Ríos de gente tomaban el transporte para ir rápidamente a sus destinos, por lo que dedujimos que tampoco era viable ese medio. Las calles estaban repletas de gente y de carros, por lo que un Taxi tampoco sería una opción. Decidimos caminar hasta el metro “Zapata”, entre “Félix Cuevas” y “Avenida Universidad.”
El calor estaba espantoso, insoportable y ardiente. Pasamos a un “7 Eleven” para comprar agua y aunque yo tenía muchas ganas de ir al baño, la sed me estaba matando, llevábamos mucho trayecto caminando debajo del sol.
Como mi familia no me contestaba decidí llamarles, pero no entraban las llamadas. Al cabo de unos minutos mi hermana me marcó desesperada para saber si estaba bien. Se escuchaba asustada, agitada y nerviosa. La llamada se cortaba por partes y no entendía muy bien lo que me decía, pero ellos estaban bien, mi mamá, hermanos y abuela; hasta mi perrhijo estaba bien aunque muy alterado. La comunicación se cortó y recibí dos mensajes de voz al “WhatsApp”, eran de mi hermana, explicándome que a ella le había tocado en la calle de “Las Bombas”, frente al “Superama” que se encuentra en la esquina. Ahí vieron cómo se incendiaba una casa y cómo comenzaba a oler a gas. Ella y mi hermano dejaron el auto en el estacionamiento del centro comercial y se fueron corriendo de ahí, descubriendo como todos los establecimientos de “Miramontes” estaba caídos o en mal estado.
La duda y el miedo me azotó, nosotros no habíamos sentido casi nada dentro del metro, incluso habíamos dicho que probablemente había sido de seis grados o menos ya que estábamos en una de las líneas más seguras del metro debido a su profundidad porque, en caso de misiles, los túneles de esa línea nos protegerían de una devastación, pero al salir todo era diferente. Aquellas bromas de “salir y ver todo destruido” se estaban volviendo realidad y eso me estaba comenzando a asustar.
Me comenzó a doler la cabeza, por el miedo y el calor, lo que más deseaba era llegar a casa, pero no había forma directa, viable o rápida de llegar. En “Zapata” todo era un caos total. Océanos de gente caminaban sin saber hacia dónde dirigirse, los automóviles estaban parados porque no había acceso o las calles estaban cerradas, el sol aventaba sus rayos con odio hacia todos los habitantes de la ciudad y el miedo, duda y estrés se podía respirar en cada átomo del aire.
Tomy preguntó si la línea verde del metro estaba funcionando y como ya no iríamos a “Orcs” por obvias razones y ese metro le quedaba a la perfección para ir a su casa, nos despedimos de él y bajó por las escaleras hacia el subterráneo.
El chico, que iba hasta “Xochimilco”, no se despegó ni un momento de mí, los dos íbamos hacia el mismo destino, hacia el sur y aunque éramos dos extraños, en ese momento éramos los únicos a quien conocíamos.
Caminamos con lentitud hasta el “Parque de los Venados”, ahí tomaríamos un camión que nos dejaría cerca de su trabajo y cerca de mi casa, pero era imposible subirse a ellos, la gente iba colgando del camión y el tráfico no ayudaba en lo más mínimo. Me senté un momento a descansar en las bancas de la parada del camión. Tenía sed, ganas de ir al baño y mucho, mucho calor. Me encontraba como en un estado de shock, no podía creer que ese pequeño movimiento que habíamos percibido horas antes hubiera provocado todo eso, todo ese caos, toda esa desesperación.
El chico me preguntó si me quedaría a esperar un camión que viniera vacío, que el caminaría hacia la alberca y que después se iría por “Tlalpan”. Sólo de pensar en el enorme trayecto a pie que me esperaba hizo que no quisiera levantarme del asiento, pero no había otra forma de avanzar y lo mejor era que nos moviéramos, que nos acercáramos a nuestros destinos poco a poco.
Eran las cuatro de la tarde, tres horas después del sismo y la locura en la ciudad era cada vez mayor. Todos habían salido de sus trabajos, de las escuelas, de sus negocios. Todos querían ir a sus casas, a estar a salvo con sus familias y sus mascotas. Me puse de pie dispuesta a seguir caminado, lo bueno era que llevaba zapatos cómodos.
Unos chicos en un auto gris se detuvieron frente a nosotros, preguntando si alguna persona, de todas las que estábamos ahí, iba para “Taxqueña.” El chico me miró, yo no sabía qué hacer, me entró miedo ¿Y si era algún aprovechado?, ¿Algún violador, asaltante o secuestrador? Eran dos hombres y una chica, había exactamente espacio para nosotros dos, pero me sentí insegura. El chico se subió, dejando la puerta abierta para que yo pudiera entrar también. Con un hilo de voz le dije que me quedaría a esperar el camión, pero cuando él me dijo que no se bajaría en la alberca, sino que se seguiría hasta “Taxqueña”, me dio valor. Era el único a quien conocía en ese momento, no quería quedarme sola en el automóvil. Me subí al coche.
Siempre había querido vivir una experiencia así, no voy a negarlo. Mis deseos más locos eran vivir el fin del mundo, un apocalipsis zombi o presenciar un mundo post-apocalíptico y sobrevivir a él. Y aunque la adrenalina la tenía al cien por ciento, mis fuerzas se estaban menguando. Las noticias en la radio me mostraban la magnitud del terremoto, lo que comentaban los chicos dentro del coche me dejaban helada, los edificios caídos, los vidrios estrellados y la ciudad lastimada me mantenían sin aire. Era un escenario increíble, bello, doloroso y terrorífico; con un millón de sentimientos encontrados en cada barda caída, en cada poste a punto de derrumbarse.
El tráfico estaba pesadísimo. La gente se movía como podía. El gesto del dueño del auto era de admirarse, esa ayuda que nos brindó al acercarnos a nuestros destinos no tenía palabras. Jamás supe su nombre y jamás lo sabré, pero fue una luz en ese momento en el que yo ya veía todo negro, por la lejanía del trayecto, por el sol que no tenía intención de desaparecer, por la angustia de no saber qué sucedía a nuestro alrededor.
No supe por dónde se fue, pero cuando cruzó el puente que atraviesa la “Calzada de Tlalpan”, junto a la estación del metro “Portales” y “Ermita” y vimos edificios destruidos y casas en muy mal estado, me invadieron los nervios. Por ahí vivía el chico por el que en estos momentos suspiro y aunque me había dicho que estaba bien, no pude evitar preocuparme por él. Le envié un mensaje, pero éste, al igual que los anteriores, no salían, no había llamadas, no había señal. Había recargado un poco la batería en el coche de nuestro rescatista, pero de qué servía si no tenía forma de comunicarme. Llevaba cerca de dos horas de no saber de nadie, ni ellos de mí.
La radio anunciaba que hacia donde nos dirigíamos estaba en muy mal estado. El “Soriana” de “Taxqueña” colapsado, “Calzada del Hueso”, “Las Bombas” y “Miramontes” con muchos problemas. Yo me dirigía hacia esos lugares, el chico tenía que pasar por ahí para llegar a “Xochimilco.”
El auto se estacionó casi llegando al “Metro Taxqueña”, en la “Avenida Cerro de las Torres.” Ahí nos bajamos los cuatro acompañantes, agradeciéndole infinitamente la atención y la ayuda. Ahora debíamos caminar nuevamente.
Los otros dos chicos se desaparecieron, pero mi compañero seguía a mi lado, teníamos el mismo destino. Algunas casas de por ahí estaba destruidas, los camiones en dirección a “Xochimilco” imposibles de tomar, la gente caminaba con miedo a que un poste se cayera o a que volviera a temblar. Caminamos por “Miramontes”, viendo como las paredes de las casas estaban en el suelo, los vidrios de los establecimientos destruidos, un caos vial por la ausencia de luz en los semáforos.
Cuando llegamos a “Soriana Miramontes” nos separamos, él debía seguir hasta “Xochimilco”, yo me tenía que quedar por ahí para caminar hacia mi casa. Los camiones ya no se seguían derecho, ya que estaban cerradas las avenidas. Él tendría que caminar mucho más para llegar a su casa, lo bueno era que por ahí vivían uno de sus tíos y podría visitarlo antes de completar su travesía. Le di mi número de teléfono y prometimos escribirnos para saber que estábamos bien. Le agradecí su compañía, le deseé suerte y nos dijimos adiós.
Cuando llegué a casa, todos nos pudimos tranquilizar porque ya estábamos juntos. Seguía sin tener señal en el teléfono, por lo que no sabía si mis amigos se encontraban bien o si ya estaban en sus casas. Eran cerca de las siete cuando pude sentarme en mi sala a descansar, a comer algo y a platicar de lo vivido.
Antes de que la luz se fuera del cielo fuimos a comprar un par de víveres a una tienda cercana: agua, comida, productos perecederos, no sabíamos cuándo tendríamos luz, gas o agua. Cuando cayó la noche la única luz era la de una vela en medio de la mesa de la sala, juntos escuchábamos lo que sucedía afuera, en las calles, en las casas, gracias a la radio del celular de mi hermano, era quien más pila tenía. El cansancio y el bajón de adrenalina hicieron que dormitara bajo el miedo de una posible réplica y a las dos de la madrugada, cuando la luz llegó, comprobé que las personas importantes para mí estaban bien, ahora sólo debíamos esperar por lo que los siguientes días nos depararían.
Las siguientes horas fueron de ayuda, de la forma en que podía, compartiendo información o donando víveres. Viví esos momentos con una pesadez se cernía sobre mí como un manto gris y desolado, la tristeza me envolvía por lo sucedido, por no poder expresarle a aquella persona que quiero lo que siento, por necesitar un abrazo de alguien, por momentos traumáticos del pasado; por la impotencia, el desgano, el miedo.
Poco a poco tendríamos que regresar a la normalidad, así como sucedió exactamente treinta y dos años y que nunca se sabe que puede volver a pasar, a estabilizarnos tras una tragedia que no creí posible porque no la sentí, no la viví, hasta que salí del tren.

