
Serie de microcuentos de noche #4: El bar
No era la primera vez que pasaba por aquel bar. Después del trabajo, cansado y con la corbata en la mano, veía las luces encendidas, a la gente formada y escuchaba el sonido de bandas que tocaban en vivo o voces privilegiadas dentro del lugar; pero nunca me decidí a entrar.
Una tarde de viernes, salí de mi trabajo más temprano de lo habitual. Decidí irme a casa para descansar. Me lo merecía. Pasé frente al bar de siempre. El sol aún seguía brillando en el cielo, por lo que el establecimiento estaba completamente cerrado. Ni una luz, ningún sonido; nadie de pie esperando su turno. Verlo tan solitario me causó nostalgia. La viveza que siempre transmitía me pareció lejana. Sin todos los colores neón, la música y los murmullos de las personas, el lugar parecía abandonado.
Una dulce voz rompió la quietud de la calle. Provenía del interior de la taberna. Una mujer cantaba dentro del bar con dulzura, emoción y tristeza. La letra de la canción contaba la historia de un amor no correspondido y el dolor con la que ella interpretaba la pieza musical me dejó helado. Su voz se escuchaba como si saliera de entre las nubes, como si un ángel estuviera dentro de aquel lugar para deleitar a la humanidad. La canción terminó con la muerte de la protagonista de aquella triste balada. Después no se escuchó nada. Toqué la puerta. Necesitaba conocer a la mujer detrás de esa voz celestial. Pero nadie me abrió.
Decidí asistir cuando el bar estuviera abierto. Tal vez aquella mujer sería la invitada especial de aquella noche. Me arreglé con esmero. Pedí un Whisky, una banda salió a tocar y el ánimo se incrementó, pero la chica de la voz angelical no salió. Pregunté a los meseros, nadie la conocía, no sabían si una mujer se presentaría en el escenario esa noche o en alguna otra.
Con pesar me fui a casa. La noche siguiente lo volvería a intentar. Pero después de una semana, en ninguna de mis visitas diarias, la mujer de la dulce voz hizo aparición.
Desesperado, comencé a irme más temprano de la oficina con tal de escucharla nuevamente. Y mis deseos se cumplieron. Cuando el bar estaba cerrado y abandonado, la suave voz de la muchacha surgía desde el interior. Siempre cantaba la misma canción, siempre me quedaba a escucharla y al finalizar, siempre tocaba la puerta, pero nadie me abría. Todas las noches regresaba para ver si ese día ella se presentaría en el escenario. Necesitaba conocer su rostro. Pero nunca apareció.
Una tarde, mientras escuchaba la voz de aquella ninfa, me percaté de que una de las ventanas estaba abierta. En silencio entré por la abertura. Adentro todo estaba oscuro. La sillas encima de las mesas daban un aspecto lúgubre. La barra, con las botellas solitarias y el escenario abandonado, hicieron que temblara de pies a cabeza. Una tenue luz se colaba debajo de una puerta al fondo que decía “camerinos”. De ahí salía la voz élfica.
En silencio, abrí la puerta. La voz de la mujer seguía cantando con dolor.
Una vela alumbraba la estancia. Me tapé la boca para opacar un grito de terror y caí de espaldas ante lo que veía frente a mí. En medio de la habitación estaba sentado un hombre mayor. Sus ojos rojos no dejaban de llorar. Se retorcía las manos con dolor, nerviosismo y angustia. Frente a él una mujer joven, de piel blanca y de cabellos color negro intenso, cantaba mientras de sus brazos emanaba sangre sin parar.
Ninguno de los dos me vio. El hombre estaba en trance. No dejaba de mirarla con los ojos entornados llenos de terror. Ella seguía cantando, con los ojos cerrados; aliviando su dolor físico con las notas de su voz. Cuando terminó la melodía, la joven abrió los ojos, blancos, espectrales, cadavéricos. Acarició el rostro del hombre y le dijo casi en un susurro:
—Seré tu maldición en vida y muerte. No olvidarás nunca el daño que me hiciste. Te lo recordaré todos los días de tu vida. —Sonrió con una mueca deforme y desapareció entre una neblina fría, mortal y enfermiza.
Después de unos segundos, el hombre se secó las lágrimas. Se acomodó la corbata y sin percatarse de que yo estaba en el suelo, con el cuerpo paralizado por el pavor, dijo en voz alta:
—Es hora de trabajar.

