
Hace un año, estaba en Japón por tercera vez
El tiempo pasa rapidísimo. Las experiencias a veces se olvidan. Los lugares siguen sin moverse. Las personas hacen su vida.
Hace un año estaba en Japón por tercera vez. Y hace cuatro ya andaba por ahí en mi segunda vez.
Es triste y me llena de añoranza, de nostalgia y de remembranza todo lo que pasé en el país. Fue uno de los viajes más grandiosos de mi vida. No quiere decir que los otros dos no los haya disfrutado, pero este en especial me llenó de tanto conocimiento; me llenó el alma con mucho amor, sentimientos, belleza y distintos tesoros que la vida, el destino, el universo, coloca en nuestro camino para aprender, para seguir; para ser alguien nuevo.
Este último viaje fue como una revelación. Como si alguien depositara dentro de mí polvo de estrellas para dejar de ser quien era antes, para construir un nuevo camino y para seguir, seguir y seguir.
Este viaje me quitó la venda de los ojos y me hizo ver lo que deseaba, anhelaba y pedía a gritos en mi vida: espiritualidad. En cada calle, con las personas que hablé, en los templos o junto al silencio del invierno; la paz llenó poco a poco mi alma de aquello que no sabía que existía y que por fin, después de tres viajes, lo encontré a quince horas de avión.
Desde que fui la primera vez, sabía que había algo extraño y mágico que llenaba mi corazón de algo que desconocía. Con el paso de los viajes y de los días, comprendí lo que me hacía falta y cuando el destino me brindó la oportunidad de irme a Japón una tercera vez, recibí aquel mensaje que el universo me mostraba una y otra vez.
Espiritualidad
Aquello que le hacía falta a mi mundo y que por fin, logré comprender tiene el nombre de espiritualidad. Cada quien la percibe a su manera y ve en ella el camino que desea. Fue en el templo de Narita, un día antes de mi regreso, cuando logré verlo. Cuando el universo me lo puso ante mis ojos, ante mis oídos y ante mi espíritu para que lograra entenderlo de una vez por todas.
Estaba sola, en un atardecer frío. El templo se alzaba, no es escuchaba ningún ruido. De la nada el viento soplaba y hacía el que los ema (tablillas de madera para notar deseos) se mecieran con el aire. El sonido de la madera era como una canción de la naturaleza. La luna se asomaba en el cielo. El parque estaba vacío. Las campanas del templo se escucharon en la lejanía. Mis lágrimas recorrían mi rostro.
Empecé a escribir poesía. Empecé a sentir que de verdad existe algo fuera de nuestro entendimiento que nos entrega ese tipo de maravillas. Le pueden llamar Dios, Madre Naturaleza, ciencia, filosofía…el nombre que sea. Ahí me di cuenta de que existe algo profundo, misteriosos y que late como el sonido del corazón, que respira como el viento de invierno; que susurra como el sonido del agua, del fuego; que emana aromas imperceptibles, que no tienen nombre, como el olor a pino, el olor a frío que el invierno trae consigo. Algo que escucha como las plegarias llegan hacia el firmamento; algo que siente como la luna que se esconde detrás de una pagoda roja. Un ser sin nombre y tan supremo que invita a la contemplación, a las lágrimas, a los suspiros. Un atardecer que no tiene tiempo ni espacio. Un chico que llora mientras la noche llega.
Lo comprendí al estar en Japón por tercera vez
Eso es para mí, la espiritualidad. Sentir con todos nuestras emociones, con el tacto, la vista, el gusto, oído y olfato; lo que el universo nos envía en cada árbol, en el río, en la tierra mojada; en el sentimiento del frío. La espiritualidad está cuando sale el sol, al momento de llover, cuando la luna se despierta o el calor quema la piel. Se encuentra en el césped que se mueve, en el silencio de un bosque; en cada respiración nuestra; en el latido de nuestros corazones.
Quien diga que no existe la espiritualidad es porque no ha disfrutado del sonido de las olas, de las flores cuando salen en primavera, el olor dulce de la miel, el calor que brinda una taza de té. En el gesto humano de un compañero de cuarto, en la amabilidad de una sonrisa; el sonido de los trenes en la lejanía, de la soledad de un templo y el escuchar como cae una moneda cuando se emite un rezo. Escalar por cien mil toriis (puertas hacia el mundo espiritual); disfrutar de un caldo caliente cuando hace frío. Ver las nubes que se mueven y hace figuras, la estrellas que titilan en la lejanía.
Sé que en mi país existe. Sé que ya lo había sentido antes. Pero ni fue hasta que estuve en mi tercer viaje que comprendí la belleza de la naturaleza, aquella que siempre me ha llenado. Fue cuando comprendí el poder de un haiku, de la literatura japonesa. El bien que hace la meditación, la enseñanza del budismo y del zenismo. La importancia de ver el cielo, de escuchar a los pájaros. De cerrar los ojos y vivir el momento. La revelación de que estar con vida, es el mayor regalo que le podemos dar al universo.
Hace un año, estaba en Japón por tercera vez y gracias a ello, escribí Chiyoko, estudié Haiku y senryu, no dejo de leer libros japoneses; empecé un proyecto de poesía llamado Sasayaki. Entré al budismo, medito todas las semanas y trato de disfrutar cada día de mi vida, como ese atardecer silencioso en el que lloré, con el sonido de los ema de fondo; con el bosque de pinos que se abría ante mí. Con la luna que me acompañó hasta que la última lágrima vertí.

